Se pasea en los parques, las calles, incluso en los panteones, pero, ¿en los hospitales? No ahí no se pasea. Se está por casualidad o por desgracias, esperando. Con mejor suerte sólo una consulta o un pequeño incidente. Mientras se espera, se observa el ir y venir de otros tantos desgraciados. Aquí la imagen de aquellos días en esos pasillos largos y atestados de niños y madres lacerados.
–El flujo de madres bajo ese sol reacio y enorme que acicala sus hombros, que pese a ello no las debilita en fuerza y tenacidad. Van sorteando las preocupaciones y los lamentos. Allá van ellas cargando a cuestas a sus engendros, extensiones de sus cuerpos. Cosas diminutas. Apenas si se mueven entre sus brazos maternos.
Ellas llegan tristes y quejumbrosas a ese largo pasillo, al enorme conjunto de habitaciones y salas de espera.
En aquellos ojos bañados de luz y llanto no hay tristeza, sino la profunda indiferencia de racionalizar el dolor; gritan, lloran con lagrimas visibles y sin pudor, lloran sus cuerpos que es lo único que comprenden. Allá duele, allá, en esos brazos que los sostiene y en sus diminutos cuerpos. Dulces engendros heridos. Temen morir o estar muriendo, sin saber lo que es “temer”. Pequeñas criaturas, algunas desprovistas aún del lenguaje, reducidos a la mirada perdida y a los lamentos incomprensibles.
Pasillos inmensamente largos, inmensamente callados. Un eco de alegría o uno de dolor. Ahí todos los sonidos taladran el cuerpo, excepto el júbilo propio de ya no tener que seguir ahí. –
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