viernes, 17 de abril de 2015

Peligros de la escritura


Hace poco leí Pretexta de Campbell, un texto que me recordó la importancia y el peligro de la escritura, porque es con ella, la escritura, que Bruno el enclaustrado cronista enmascarado de pretexta libra la batalla de la cordura y el temple, una mala jugada, porque Bruno pierde, se pierde a si mismo. Campbell no lo dice, es la portada de mi edición la que sugiere, la sensación que tuve al terminar el libro; estar tratando con un arma, un arma de múltiples objetivos.
El uso de la escritura asumiendo que son los autores los que la ”usan” y no ella a ellos. Diría que es posible controlar aquello que se escribe en aras de un fin, pero no son pocos los que declaran su necesidad, el mismo Cioran decía que escribía para no volverse loco y al final de sus obras dejo esbozada la idea de una terapéutica de la escritura, un salva vidas contra el suicidio, pero es Campbell quién me ha hecho pensar en el riesgo que corren aquellos que escriben, porque la apuesta no es poca.
La pregunta cliché de las entrevistas a escritores reformulada según variantes posibles radica en un ¿por qué?, un ¿por qué se escribe?... para no volverme loco dicen algunos, por necesidad otros, por el deseo. Me agrada pensar más en aquella idea del fármacon,  del que habla Derrida, un remedio que cura, pero que mantiene su acepción de droga. El fármacon no puede nunca ser simplemente benéfico, nos advierte Derrida.
La escritura nunca ha sido una cuestión menor, ni ahora creo que sea sólo el acto que libra de demonios y pensamientos a los hombres que se atreven a enfrentarse  contra la blanquitud de la página. Todos ellos son arrastrados a escribir y al momento de hacerlo han perdido, una perdida que tiene sentido en desposeer por desgracia, por contingencia, no por haber errado. A pesar de ellos mismos, a pesar de ajustar los anclajes, de limitar el fondo, de crear estructuras que puedan salvarlos; dispositivos para no caer y que al final no funcionan.
Porque escribir no es un acto del intelecto en el cual no se corran riesgos, no es un remedio inofensivo que todo lo cure. Nietzsche, junto con el loco Hörderlin, dos alemanes que habrán de ser prisioneros de sus pensamientos y que la única vía que encontraron para calmar a su mente fue la escritura, o el joven Rimbaud que tuvo que abandonar su escritura porque aquella fuerza le fue tan sobrecogedora que prefirió embarcarse hacía el sur y perderse en algún lugar de la tierra aún no explorada.
El remedio y la droga, la escritura como un fármacon puede convertirse en un arma. Una que apunta directo al corazón del que ejecuta, un suicidio que tenga la forma de un homicidio, como el poeta habrá dicho ya.  

lunes, 13 de abril de 2015

¡Qué forma de despertar!

Podría correr cien años y seguiría llegando justo cuando las puertas se cerraban.
Paul Auster, Cuidad de cristal.


Las pesadillas son para niños, pensaba, al tratar de clasificar mi sueño. Ahora que la víspera de mi onomástico se aproxima, en un día en el que dos escritores mueren, un amigo cumple años y es el día internacional del beso. Todo de sopetón y revuelto, como el desayuno que acompañé con café y la resaca del insomnio. Ahora que la mañana estuvo tan apretada.

Entro en la regadera esperando que todos esos datos se esfumen con el vapor o terminen por hacerse líquidos. Ni lo uno ni lo otro, mi sueño sigue ahí, mitad pesadilla pienso. Tal vez sólo fue un mal sueño, uno en el que pierdo a mi abuelo, mi auto, la ropa se encuentra en la calle y no sé dónde estoy. 

Debo volver a correr, no sé hacía dónde, ni para qué, pero correr, esas carreras freneticas hacía la nada, para caminar y encontrar, no se sabe qué. Tomaré el libro sobre Nijinski y me iré; para cuando pare, para cuando respire tener compañía, contarle mientras lo leo que no he podido parar desde hace años, que tome un camino extraño y confuso que no tiene paradas, que sus estaciones son torbellinos que absorben y expulsan a su antojo, que me siento más como en el profundo mar arrastrada por una corriente que como corredora. 
Nijinski parece ser de aquellos que saben escuchar, que saben mirar y hacer compañía, de esos que ya han pasado por todo y aquello les confiere autoridad. Quizá le pida consejos para desviarme de una buena vez, quizá me los de, quizá sin saberlo cada torbellino sea una parada de mi frenética carrera, y quizá al final encuentre justo lo que busco sin saberlo, y quizá después de todo en este camino para lo único que se para es para escribir y eso lo vale. 

miércoles, 8 de abril de 2015

La sobremesa de los recuerdos.


A tu diestra, el sitio que dejaron vacante para la llegada del extranjero, todavía sigue desocupado.
Ten paciencia. El que avanza hacia ti, encontrará libre el camino.
Qué importan las dificultades que él encontrará en camino. Él acabará, en un momento dado, por llegar, pues se sabe sinceramente esperado.   

Edmond Jabès, El libro de la hospitalidad.


Esperé días para sentarme, sin darme cuenta lo había hecho todos los anteriores sin falta, por espacios prolongados. Mientras reía y la sobremesa se alargaba como la tela sin cortar, no supe para qué ansiaba sentarme. Sería un deseo que se filtraba sólo como un acto sencillo que demandaba algo más apremiante, importante.
La mesa seguía puesta, el vino manchaba el mantel y los morones nunca cedían del todo. Ellos habían encontrado la felicidad en aquella habitación de ventanas altas y cielo luminoso. Mientras tanto yo seguía pensando en mi necesidad de sentarme, ¿dónde, para qué?

Han pasado tardes sin sobremesa, sin vino, ni risas; ha pasado el tiempo impostergable.

Sentarse pienso ahora es una invitación, y comprendo que mi ansia no era sobre sentarme en aquellas sobremesas de tenedores felices y copas que tintineaban; ansiaba lavar la vajilla, es decir, ansiaba reflexionar sobre las conversaciones acaloradas, mi ansia tenía un deseo; encontrarme frente al teclado, frente al recuerdo.

Necesitaba los trastes sucios, el cúmulo de chistes y opiniones. El cotilleo que se celebra entre amigos, porque de él habría de pensar después, atentamente. Mi ansia desmedida se debe en todo caso a mi premura, a mi desagradable hábito de la rememoración que incluye un amplio espectro de detalles.
La cámara lenta, atraparía la palabra dicha en voz baja, aquella que sea ha dicho para sí mismo, la que nunca debió ser expuesta, no por indecorosa, sino por inoportuna. Muy cerca de todo ese ambiente y lejos del chisme ocurren confesiones, miradas de camaradería, gestos en los que invitados y anfitriones se relajan y exponen, la felicidad ocurre ahí. La carcajada y la complicidad abundan, esos espacios deberían ser vedados para los traidores, nada con turbias intenciones merece departir en una mesa de amigos sino está en igualdad de honestidad ante ellos.

Una mesa debe mostrar ante todo una reunión de locos como aquel capitulo de Alicia en el país de las Maravillas, Una merienda de locos.

Mi ansiedad ha sido saciada, justo ahora que puedo escribir sobre aquella comilona.