Podría correr cien años y seguiría llegando justo cuando las puertas se cerraban.
Paul Auster, Cuidad de cristal.
Las pesadillas son para niños, pensaba, al tratar de clasificar mi sueño. Ahora que la víspera de mi onomástico se aproxima, en un día en el que dos escritores mueren, un amigo cumple años y es el día internacional del beso. Todo de sopetón y revuelto, como el desayuno que acompañé con café y la resaca del insomnio. Ahora que la mañana estuvo tan apretada.
Entro en la regadera esperando que todos esos datos se esfumen con el vapor o terminen por hacerse líquidos. Ni lo uno ni lo otro, mi sueño sigue ahí, mitad pesadilla pienso. Tal vez sólo fue un mal sueño, uno en el que pierdo a mi abuelo, mi auto, la ropa se encuentra en la calle y no sé dónde estoy.
Debo volver a correr, no sé hacía dónde, ni para qué, pero correr, esas carreras freneticas hacía la nada, para caminar y encontrar, no se sabe qué. Tomaré el libro sobre Nijinski y me iré; para cuando pare, para cuando respire tener compañía, contarle mientras lo leo que no he podido parar desde hace años, que tome un camino extraño y confuso que no tiene paradas, que sus estaciones son torbellinos que absorben y expulsan a su antojo, que me siento más como en el profundo mar arrastrada por una corriente que como corredora.
Nijinski parece ser de aquellos que saben escuchar, que saben mirar y hacer compañía, de esos que ya han pasado por todo y aquello les confiere autoridad. Quizá le pida consejos para desviarme de una buena vez, quizá me los de, quizá sin saberlo cada torbellino sea una parada de mi frenética carrera, y quizá al final encuentre justo lo que busco sin saberlo, y quizá después de todo en este camino para lo único que se para es para escribir y eso lo vale.
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