Hace poco leí Pretexta
de Campbell, un texto que me recordó la importancia y el peligro de la
escritura, porque es con ella, la escritura, que Bruno el enclaustrado cronista
enmascarado de pretexta libra la
batalla de la cordura y el temple, una mala jugada, porque Bruno pierde, se
pierde a si mismo. Campbell no lo dice, es la portada de mi edición la que
sugiere, la sensación que tuve al terminar el libro; estar tratando con un
arma, un arma de múltiples objetivos.
El uso de la escritura asumiendo que son los autores los que
la ”usan” y no ella a ellos. Diría que es posible controlar aquello que se
escribe en aras de un fin, pero no son pocos los que declaran su necesidad, el
mismo Cioran decía que escribía para no volverse loco y al final de sus obras
dejo esbozada la idea de una terapéutica de la escritura, un salva vidas contra
el suicidio, pero es Campbell quién me ha hecho pensar en el riesgo que corren
aquellos que escriben, porque la apuesta no es poca.
La pregunta cliché de las entrevistas a escritores
reformulada según variantes posibles radica en un ¿por qué?, un ¿por qué se
escribe?... para no volverme loco dicen algunos, por necesidad otros, por el
deseo. Me agrada pensar más en aquella idea del fármacon, del que
habla Derrida, un remedio que cura, pero que mantiene su acepción de droga. El fármacon no puede nunca ser simplemente benéfico, nos
advierte Derrida.
La escritura nunca ha sido una cuestión menor, ni ahora creo
que sea sólo el acto que libra de demonios y pensamientos a los hombres que se
atreven a enfrentarse contra la
blanquitud de la página. Todos ellos son arrastrados a escribir y al momento de
hacerlo han perdido, una perdida que tiene sentido en desposeer por desgracia,
por contingencia, no por haber errado. A pesar de ellos mismos, a pesar de
ajustar los anclajes, de limitar el fondo, de crear estructuras que puedan
salvarlos; dispositivos para no caer y que al final no funcionan.
Porque escribir no es un acto del intelecto en el cual no se
corran riesgos, no es un remedio inofensivo que todo lo cure. Nietzsche, junto
con el loco Hörderlin, dos alemanes que habrán de ser prisioneros de sus
pensamientos y que la única vía que encontraron para calmar a su mente fue la
escritura, o el joven Rimbaud que tuvo que abandonar su escritura porque
aquella fuerza le fue tan sobrecogedora que prefirió embarcarse hacía el sur y
perderse en algún lugar de la tierra aún no explorada.
El remedio y la droga, la escritura como un fármacon puede convertirse en un arma.
Una que apunta directo al corazón del que ejecuta, un suicidio que tenga la
forma de un homicidio, como el poeta habrá dicho ya.
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